A
la memoria de Rafael Alducín
Pero
si era la primera vez que lo hacía y no lo hice ni siquiera un rato largo,
pues, para que me entiendas; y porque ni siquiera lo dejé entrar como él quería, ¿por qué me tuvo que pasar a mí? Dime tú qué
tanto es tantito. Fue un castigo de Dios: lo más seguro es que haya sido por aquello
que te conté del otro día.
Ah,
sí; pero por supuesto… Pues qué crees... Jamás lo vuelvo a hacer... Hasta
los ojos se le pusieron igualito que al diablo y luego comenzó a resoplar. Pero juro
por la memoria mi madre —Dios la tenga en su Santa Gloria— que nomás de
acordarme de lo que pasó me pongo chinita. Hasta
se me baja mi presión.
Qué
poco me conoces, me cae. Ya ni chingas, mana; si te digo que sólo nos
acariciamos, es porque sólo nos acariciamos. Ora que si tú quieres te cuento una
peliculita; ésas sí, para que veas, las vemos juntos a cada rato. Pero aunque él no
se cansa de insistirme, no hemos hecho nada más: no me atrevería.
Qué
bien jodes: ¿por qué lo voy a negar? Nomás de pensarlo me angustio. Por
eso pienso que Dios es injusto conmigo: dime tú cuántas parejas no hacen lo mismo
que yo hice y luego hasta más chingaderas, y jamás las castiga. Incluso luego se
ven hasta más contentas que las demás. A mí primero se me murió mi papá, como al mes
mi mamá, y ahora se llevó a mis hermanos en la carretera a Toluca.
Pero
nomás recuerdo lo que después y mira cómo me pongo...
¡Cómo
que no te había contado! ¿Todavía me reclamas? ¿No te digo que apenas me avisaron del
accidente. Ya ni la friegas, mana; de veras. Cuando recibí la noticia, se me
fueron las fuerzas: casi me desmayo. Para acabarla de amolar ni siquiera
tenía dinero para el taxi; por eso pensé que lo
mejor era irme en el metro. A esa hora no se sube tanta gente.
Pero
sólo de acordarme, el cuerpo me empieza a temblar. Para
no hacértela más cardiaca, resulta que había una manifestación: el Metro
iba más lleno que de costumbre. Aunque yo me andaba cayendo de lo mal que me
sentía, no hubo un solo caballero capaz de ofrecerme su asiento. Pues más o menos como
un cuarto de hora después de que me subí, que se para en seco y va la luz.
Yo
no sé si es el miedo, en buen plan, o qué sucede en esos casos; pero de
repente la gente empieza a soplarse unos secretitos muy íntimos. Entiendo que
tarde o temprano lo que entra acaba por salir, pero hay lugares y lugares. Pues esto
que te digo, revuelto con los perfumes de las gatas que van a revolcarse a Chapultepec, era
un concierto de aromas como para vomitarse.
Pero
le doy vueltas a lo que ocurrió más tarde, y mira cómo se me hace la piel. Hasta
se me electrizan mis cabellos. ¡¡¡Espérate,
carajo!!! Ya te estoy contando. Resulta que un imbécil se suicidó y tuvieron
que desconectar las vías para sacarlo. Claro que de eso nos enteramos dos horas
después, es lo que tú no sabes. Pero mientras nosotros no nos podíamos mover porque
tenían que esperar a la gente del mentirio impúdico. ¿Tú
crees que nos dijeron eso?
Estás
loca, deja tú el pinche calor. Lo que yo no te soporto es a la zurra de nacos
agarrándote toda —haciéndose los pendejos— y luego el ansia que te entra nomás de
pensar que te puedes morir ahí encerrada, asfixiada y apachurrada entre la
gente. Ya luego de hora y media se encendió la luz, y después de quince minutos
arrancó: lo bueno es que fue llegando a Observatorio.
Pero
sólo de recordar lo que pasó al final, así como para rematar el día, la piel se
me pone toda bien china. Tócala, manita: incluso hasta puedes sentir cómo se enfría…
A
estas alturas, el cadáver era lo de menos. Bueno, sí, pues, un poco… Estaba ahí en el
andén: vigilado por un policía pero, a fin de cuentas, a la vista de todos los curiosos
que hacían la salida más complicada que de costumbre. Pinches tiras ojetes,
mana: yo entiendo que el Metro sea del gobierno, lo que tú digas y mandes; pero ya
podían traer una sábana de su casa.
Te
voy a ser sincera: ninguno de los tres cadáveres me impresionaron. No estoy
negando tampoco que estaban horribles: uno chamuscadote y los otros dos hechos pedazos,
con la cara toda ensangrentada y los ojos abiertos... Daban un resto de miedo,
verdad de Dios; pero con Segismundo y Norberto tuve bastante tiempo de sobra como para irme haciendo a la idea.
Bueno, déjame
acabarte de contar:
Finalmente llegué
a Cuajimalpa para arreglar lo de las actas de defunción. Fue ahí, entrando en
la oficina del Registro Civil, donde un tipo con cara de albañil se me acercó y
me dijo:
—Ay, mamacita: tú me dices cuándo mato el oso
a puñaladas...
¡Pinche
naco! Te digo que me acuerdo de su jeta y toda la piel se me pone bien china, china,
china. Mira, manita; ve...
No hay comentarios:
Publicar un comentario