miércoles, 13 de junio de 2012

¡Válgame Dios!

A la memoria de Rafael Alducín


Pero si era la primera vez que lo hacía y no lo hice ni siquiera un rato largo, pues, para que me entiendas; y porque ni siquiera lo dejé entrar como él quería, ¿por qué me tuvo que pasar a mí? Dime tú qué tanto es tantito. Fue un castigo de Dios: lo más seguro es que haya sido por aquello que te conté del otro día.

Ah, sí; pero por supuesto… Pues qué crees... Jamás lo vuelvo a hacer... Hasta los ojos se le pusieron igualito que al diablo y luego comenzó a resoplar. Pero juro por la memoria mi madre —Dios la tenga en su Santa Gloria— que nomás de acordarme de lo que pasó me pongo chinita. Hasta se me baja mi presión.

Qué poco me conoces, me cae. Ya ni chingas, mana; si te digo que sólo nos acariciamos, es porque sólo nos acariciamos. Ora que si tú quieres te cuento una peliculita; ésas sí, para que veas, las vemos juntos a cada rato. Pero aunque él no se cansa de insistirme, no hemos hecho nada más: no me atrevería.

Qué bien jodes: ¿por qué lo voy a negar? Nomás de pensarlo me angustio. Por eso pienso que Dios es injusto conmigo: dime tú cuántas parejas no hacen lo mismo que yo hice y luego hasta más chingaderas, y jamás las castiga. Incluso luego se ven hasta más contentas que las demás. A mí primero se me murió mi papá, como al mes mi mamá, y ahora se llevó a mis hermanos en la carretera a Toluca.

Pero nomás recuerdo lo que después y mira cómo me pongo...

¡Cómo que no te había contado! ¿Todavía me reclamas? ¿No te digo que apenas me avisaron del accidente. Ya ni la friegas, mana; de veras. Cuando recibí la noticia, se me fueron las fuerzas: casi me desmayo. Para acabarla de amolar ni siquiera tenía dinero para el taxi; por eso pensé que lo mejor era irme en el metro. A esa hora no se sube tanta gente.

Pero sólo de acordarme, el cuerpo me empieza a temblar. Para no hacértela más cardiaca, resulta que había una manifestación: el Metro iba más lleno que de costumbre. Aunque yo me andaba cayendo de lo mal que me sentía, no hubo un solo caballero capaz de ofrecerme su asiento. Pues más o menos como un cuarto de hora después de que me subí, que se para en seco y va la luz.

Yo no sé si es el miedo, en buen plan, o qué sucede en esos casos; pero de repente la gente empieza a soplarse unos secretitos muy íntimos. Entiendo que tarde o temprano lo que entra acaba por salir, pero hay lugares y lugares. Pues esto que te digo, revuelto con los perfumes de las gatas que van a revolcarse a Chapultepec, era un concierto de aromas como para vomitarse.

Pero le doy vueltas a lo que ocurrió más tarde, y mira cómo se me hace la piel. Hasta se me electrizan mis cabellos. ¡¡¡Espérate, carajo!!! Ya te estoy contando. Resulta que un imbécil se suicidó y tuvieron que desconectar las vías para sacarlo. Claro que de eso nos enteramos dos horas después, es lo que tú no sabes. Pero mientras nosotros no nos podíamos mover porque tenían que esperar a la gente del mentirio impúdico. ¿Tú crees que nos dijeron eso?

Estás loca, deja tú el pinche calor. Lo que yo no te soporto es a la zurra de nacos agarrándote toda —haciéndose los pendejos— y luego el ansia que te entra nomás de pensar que te puedes morir ahí encerrada, asfixiada y apachurrada entre la gente. Ya luego de hora y media se encendió la luz, y después de quince minutos arrancó: lo bueno es que fue llegando a Observatorio.

Pero sólo de recordar lo que pasó al final, así como para rematar el día, la piel se me pone toda bien china. Tócala, manita: incluso hasta puedes sentir cómo se enfría…

A estas alturas, el cadáver era lo de menos. Bueno, sí, pues, un poco… Estaba ahí en el andén: vigilado por un policía pero, a fin de cuentas, a la vista de todos los curiosos que hacían la salida más complicada que de costumbre. Pinches tiras ojetes, mana: yo entiendo que el Metro sea del gobierno, lo que tú digas y mandes; pero ya podían traer una sábana de su casa.

Te voy a ser sincera: ninguno de los tres cadáveres me impresionaron. No estoy negando tampoco que estaban horribles: uno chamuscadote y los otros dos hechos pedazos, con la cara toda ensangrentada y los ojos abiertos... Daban un resto de miedo, verdad de Dios; pero con Segismundo y Norberto tuve bastante tiempo de sobra como para irme haciendo a la idea.

Bueno, déjame acabarte de contar:

Finalmente llegué a Cuajimalpa para arreglar lo de las actas de defunción. Fue ahí, entrando en la oficina del Registro Civil, donde un tipo con cara de albañil se me acercó y me dijo:

Ay, mamacita: tú me dices cuándo mato el oso a puñaladas...

¡Pinche naco! Te digo que me acuerdo de su jeta y toda la piel se me pone bien china, china, china. Mira, manita; ve...

No hay comentarios:

Publicar un comentario