jueves, 7 de junio de 2012

La mosca, el sueño y el recuerdo

Adriana Arroyo Reyna:

Intentaré describirte un sueño recurrente
de una mujer que era fastidiada por una mosca.

Lo curioso es que no estoy seguro
—para qué te voy a mentir—
quién era la mujer y quién era la mosca.

Ya el tiempo me lo dirá.
Espero pacientemente no equivocarme.


Una mosca entra en tu cuarto. Entre el profundo sueño y la lenta intromisión del mundo exterior, el zumbido es apenas registrado por tu cerebro, que manda la orden a tus brazos de taparte con las cobijas. Detestas que las moscas se paren en tu cara, pero no soportas que lo hagan en tu boca: nomás de imaginar el sinfín de lugares donde han posado sus seis patas (por no mencionar cacas y perros muertos), cuando el díptero roza tus labios te provoca ganas de vomitar.

El zumbido persiste.

Despiertas y te incorporas con lentitud: la mosca —ahora lo recuerdas vagamente— ha interrumpido un sueño en el que con tus brazos sobrevolabas la ciudad. Recorrías ese gran escenario múltiple donde suceden al mismo tiempo decenas de millones de experiencias; tantas como personas suben y bajan de camiones, se mientan la madre en los semáforos y comen jotdogs en los parques.

La mosca ha desviado la ruta de tu pensamiento. Ahora se sitúa en los animales considerados asquerosos, aquéllos que retozan en la porquería y luego descansan entre la basura. Es obvio: te refieres a ratas, a cerdos, a cucarachas y a moscas. Con cierta tranquilidad piensas que los cerdos no tienen el acceso a tu casa que disfrutan las moscas, las cucarachas y las ratas. Para encontrarte con ellos tienes que ir muy lejos, si los quieres ver vivos, pues para verlos muertos o en partes sólo es necesario que vayas a una carnicería o abras tu refrigerador. Entrar en el sanitario de ciertos restaurantes, o a veces también en el de tu casa, no te hagas tonta, es opción más viable para encontrarte con moscas y cucarachas.

Pero tú eres incapaz de reconocer: formas parte de los que siempre ven la paja en el ojo ajeno y nunca su vida en el propio. Por eso prefieres recordar esa taquería —con paredes encochambradas y el techo agrietado—, que llamó tu atención pues tenías mucha hambre y cinco pesos en la bolsa. Los tacos eran de a tres por cinco pesos, pásele; ¿cuántos le damos? razón por la que decidiste comer en ese lugar.

En particular recuerdas el baño, en cuyo mingitorio estaba sentado un viejo que trataba inútilmente de masturbarse. A su alrededor, desperdigadas por el piso chillaban algunas ratas que intentaban subir por las paredes (al principio creíste que para alcanzar a las cucarachas) pues el anciano, frustrado y colérico, les pisaba la cola. La luz neón del mosquitero era salpicada por las chispas que salían de los ojos de las ratas.

Sumergida en el recuerdo, percibes que tu hermano se ha despertado y comienza a caminar hacia ti con sigilo, pegado a la pared...

¡Examina por última vez esa mosca, Adriana, y decídete a matarla de un periodicazo!

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