Adriana Arroyo Reyna:
Intentaré describirte un sueño recurrente
Intentaré describirte un sueño recurrente
de una mujer que era fastidiada por
una mosca.
Lo curioso es que no estoy seguro
—para qué te voy a mentir—
Lo curioso es que no estoy seguro
—para qué te voy a mentir—
quién era la mujer y quién era la mosca.
Ya el tiempo me lo dirá.
Espero pacientemente no equivocarme.
Una mosca entra en tu
cuarto. Entre el profundo sueño y la lenta intromisión del mundo exterior, el
zumbido es apenas registrado por tu cerebro, que manda la orden a tus brazos de
taparte con las cobijas. Detestas que las moscas se paren en tu cara, pero no
soportas que lo hagan en tu boca: nomás de imaginar el sinfín de lugares donde
han posado sus seis patas (por no mencionar cacas y perros muertos), cuando el
díptero roza tus labios te provoca ganas de vomitar.
El zumbido persiste.
Despiertas y te
incorporas con lentitud: la mosca —ahora lo recuerdas vagamente— ha interrumpido
un sueño en el que con tus brazos sobrevolabas la ciudad. Recorrías ese gran
escenario múltiple donde suceden al mismo tiempo decenas de millones de
experiencias; tantas como personas suben y bajan de camiones, se mientan la
madre en los semáforos y comen jotdogs en los parques.
La mosca ha desviado la
ruta de tu pensamiento. Ahora se sitúa en los animales considerados asquerosos,
aquéllos que retozan en la porquería y luego descansan entre la basura. Es
obvio: te refieres a ratas, a cerdos, a cucarachas y a moscas. Con cierta
tranquilidad piensas que los cerdos no tienen el acceso a tu casa que disfrutan
las moscas, las cucarachas y las ratas. Para encontrarte con ellos tienes que
ir muy lejos, si los quieres ver vivos, pues para verlos muertos o en partes
sólo es necesario que vayas a una carnicería o abras tu refrigerador. Entrar en
el sanitario de ciertos restaurantes, o a veces también en el de tu casa, no te
hagas tonta, es opción más viable para encontrarte con moscas y cucarachas.
Pero tú eres incapaz de
reconocer: formas parte de los que siempre ven la paja en el ojo ajeno y nunca
su vida en el propio. Por eso prefieres recordar esa taquería —con paredes
encochambradas y el techo agrietado—, que llamó tu atención pues tenías mucha
hambre y cinco pesos en la bolsa. Los tacos eran de a tres por cinco pesos, pásele; ¿cuántos le damos? razón por la
que decidiste comer en ese lugar.
En particular recuerdas
el baño, en cuyo mingitorio estaba sentado un viejo que trataba inútilmente de
masturbarse. A su alrededor, desperdigadas por el piso chillaban algunas ratas
que intentaban subir por las paredes (al principio creíste que para alcanzar a
las cucarachas) pues el anciano, frustrado y colérico, les pisaba la cola. La
luz neón del mosquitero era salpicada por las chispas que salían de los ojos de
las ratas.
Sumergida en el recuerdo, percibes que tu hermano
se ha despertado y comienza a caminar hacia ti con sigilo, pegado a la pared...
¡Examina por última vez esa mosca, Adriana, y decídete a matarla de un
periodicazo!
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