sábado, 23 de junio de 2012

Epamin de 100 miligramos, por favor

…Pero nadie se salva del viejo sarro:
hay que crecer bailando con sinsabores.

Silvio Rodríguez


Perdón que insista: yo debí haber nacido un martes. De otra manera no me puedo explicar la obstinación por mirar hacia atrás, hacia el fin de semana pasado. Además suelo valorar las cosas cuando las pierdo, y eso me preocupa. Beatriz dice que no es para tanto; que “a todos los seres humanos, con mayor o menor frecuencia, nos sucede lo mismo.”

—Vaya que eres extraño a veces —concluye—, pero te comprendo.

—Mal de muchos como consuelo de pendejos, ¿no? —yo le contesto y ella suelta una carcajada.

Lejos de molestarme, su risa me encanta. Si luego adopto una actitud de circunspección, es porque yo también tengo sentido del humor para reír estrepitosamente; pero aquí estamos hablando de otra cosa diferente llamada epilepsia. Por eso a veces me da por permanecer inmóvil tres minutos y viéndola fijamente a los ojos: hasta entonces deja de reír y se pone a la altura de la situación.

Casi siempre suelo ser amoroso y tierno, dicho con sus palabras; pero mi obstinada labor de arlequín melancólico en el papel estelar de la desgracia errante (como un ejercicio de teatro involuntario), dicho sea de paso, pretende convertirme en actor de tiempo completo sin goce de sueldo. Aunque el personaje ha sido creado y ejecutado por mí, desde el día en que fui arrojado al mundo, reconozco que se sustenta y descansa sobre la fuerza de la costumbre.

Cuando empezamos a vivir juntos y teníamos una diferencia violenta, por ejemplo, dice que me ponía pálido y frío desde los pies hasta la cabeza. Yo más bien la sentía caliente, fíjense; y ese calor bajaba por mi cuello, por mis costillas, por mis piernas y por mis pies y de nuevo lo sentía desplazarse hacia arriba dejando tras de sí un sudor helado. Ah, y que tanto los labios como las uñas se me amorataban...

Sí, claro: ¿y su nieve de qué sabor?

...Que me le quedaba viendo fijamente a los ojos, al principio muy serio y luego moviendo los míos como un alienado; cuando yo trataba de concentrar y de expresar mis pensamientos. Que yo luego emitía distintos sonidos extraños, y que supuestamente lo único que yo alcanzaba a decir y repetir eran tres frases: "no te entiendo, no te entiendo, en verdad no te entiendo", cuando ella era la que no entendía nada.

Quién las entiende…

Por lo general este numerito se acompañaba de una torción en los brazos, una caída, una tensión general y de una sacudida del cuerpo —durante más de un minuto—, lapso en el que a veces mi cabeza se movía de izquierda a derecha y de derecha a izquierda: haciendo un enérgico ademán negativo.

La caída y la ocasional pérdida de la conciencia eran lo más aparatoso para Beatriz, pero lo menos agresivo para mí (por la desconexión de una situación incontrolable); orinarme en los pantalones, por el descontrol de los esfínteres, lo más gratificante para ella (por el relajamiento de la tensión) pero lo más humillante para mí.

Quién las entiende, carajo…

Bueno, lo importante de todo este asunto es que ahora (léase “desde hace un buen tiempo”) el personaje que a veces se pira un rato y se convulsiona pasó a la historia, a partir del día que le cayeron algunos veintes: cuando esos "no te entiendo, no te entiendo, en verdad no te entiendo” le comenzaron a valer simple y sencillamente una madre. Cuando entendió que, en primera y última instancia, no había absolutamente nada que entender.

¿Lunes? ¿martes? ¿miércoles?
¿Jueves o viernes?
¿El sábado?
¿Acaso el domingo?

¿Existe un día especial para sentirse feliz?

Simplemente algunas veces
(por fortuna cada vez menos)
siento que me lleva la chingada:
que me chupa la bruja,
para que entiendan.


(Si persisten las molestias, consulto al psiquiatra.)

2 comentarios:

  1. Muy bien porque envuelve la historia. Un abrazo...

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  2. Qué bueno que te gustó, Eugenio.

    Corre la voz, en buen plan: los escritores no nos podemos anunciar en la Sección Amarilla.

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