Para Elsa Naccarella
Te recuerdo por última vez que ya tengo dos meses esperando, sentado en el camellón
que corre enfrente de tu casa, a que por fin se vaya de una vez y para siempre.
Te recuerdo que tal y como lo acordamos el 14 de febrero, mi querida Valentina,
instalé mi campamento a dos calles del supermercado y con un letrero de Obras
Públicas, prevenido ante cualquier posible contingencia.
Incluso me sugirió un amigo
colocar antorchas de petróleo para que no lo vayan a tirar los automóviles. Aunque
al principio me negué, la cantidad de borrachos que manejan en esta colonia —sin
mencionar a tus papás y a tus hermanos— me hizo cambiar de opinión.
Jamás pensé que el odio
se podía llegar a sentir por un ser con el que no se tiene ningún trato. Al carecer, sin embargo, del objeto
específico para materializarse, mi coraje aumenta y mi pecho se expande; y tal circunstancia
reduce las posibilidades de calma y de sosiego. Inclusive tú no me has dicho
cuando se irá, y ese factor me genera más ansiedad.
Para hacer realidad un sueño que tengo desde hace varios días, ganas me sobran de ir un día a tu casa para sacarlo personalmente a puntapiés.
Tú no
conoces la impaciencia. Para mitigarla
conseguí un calendario: a partir de que tú me digas, por poner un ejemplo,
"del miércoles de la semana que entra en doce días más se irá de aquí",
arrancaré de dos en dos las hojas cada veinticuatro horas para sentirme más tranquilo. Es una
tontería, pero me funciona: ya leí todos mis libros al derecho y al revés.
Te doy dos
semanas de plazo para que saques ese perro de tu casa, y si no me obedeces me
veré en la necesidad de matarlo. ¿Para qué
lo compraste? Tú sabes que con el tiempo me volví alérgico al pelo de esos animales.
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