Para Ernesto Sartorius Klein,
pacifista y ecologista por naturaleza.
pacifista y ecologista por naturaleza.
Mi casa se ha llenado
de hormigas. Yo vivo en un quinto piso, ellas se levantan a escasos milímetros
sobre el nivel del suelo. Necio y corto de vista quien admire a Hilary y a
Tensing: los alpinistas que llegaron a la cima del Everest en 1953 con instrumentos
y ropa especial para combatir el frío.
Las hormigas no
necesitan equipo. Hasta hoy no he visto a ninguna con un piolet o un pasamontañas.
Por algo deben haber sobrevivido tanto tiempo: así las vemos distribuidas en
más de doscientas especies —no sólo las negras y las rojas— por varias regiones
del mundo: igualmente resisten el sofocante calor de las selvas tropicales, el constante
aguacero de las sierras y el inmóvil frío de los polos.
Su olfato les permite
detectar la suciedad como el azúcar a kilómetros de distancia y, gracias a su
poderoso mecanismo de comunicación, se transmiten de una por una la manera más
sencilla de conseguir comida tan dulce y putrefacta como a ellas les gusta. Por
esa razón yo no las quiero: porque tenerlas como huéspedes en mi casa es síntoma
de descuido, aun cuando son insectos muy limpios.
Hasta ahora el hombre
no ha elaborado ninguna sustancia eficaz para exterminarlas, por más esfuerzos que
hagan los publicistas para decir unas cuantas mentiras en boca de muchas
mujeres bellas; o más bien muchas tonterías en boca de unas cuantas mujeres
bellas.
Después
de esta larga explicación —proporcionada por un especialista— huelga decir que he
comenzado a apreciarlas, aunque se han introducido en la casa
través de mi culo. Lo puedo asegurar porque coincide con su llegada una extraña comezón. El hecho presupone un abuso de confianza por parte de los insectos,
y no me parece una retribución justa a la admiración que les profeso.
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