lunes, 11 de junio de 2012

Una pregunta interesante

1

Cada vez que X sentía ganas de hacerlo, era detenido por el sentimiento de culpa. Aún le quedaban algunos lastres por romper, entre los que sobresalía su formación católica y militar conjunta en el Colegio San Ignacio de Loyola.

Haber transcurrido su adolescencia entre varones que pasaban la noche encerrados en dormitorios, no le traía muy buenos recuerdos. Incluso muchos de ellos se habían convertido para él en experiencias traumáticas: como ejemplo te puedo hablar de un concurso —en el que algunos incluso llegaban a cruzar apuestas— para ver quién de los participantes, previa masturbación, eyaculaba más rápido.

Risas, burlas y albures daban término a ciertos días en la vida de esos jóvenes, quienes —invariablemente arrepentidos— hacían cola al día siguiente en el confesionario para volver a lo mismo durante el resto de la semana.

Así transcurrieron meses y fueron pasando los años, pero aquellos episodios para X, como las huellas en el cemento, quedaron prácticamente imborrables.


2

Una mañana salió a correr en los Viveros de Coyoacán, hizo su rutina calisténica y regresó a su casa; devoró su desayuno y se quitó la ropa sudada para entrar en la regadera.

Cerró los ojos e imaginó a Rebeca, la mujer que lo había hecho sufrir desde el segundo año de secundaria (además de no querer un novio sólo para los fines de semana, le parecía grotesca la idea de enamorarse de un cadete mocho). Jamás tuvo en las manos los únicos senos que, para él, jugaban con una libertad deliciosamente provocativa; nunca abrazó esa cintura que apenas se ensanchaba para transformarse en la cadera; jamás acarició sus piernas…

Luego de reflexionar acerca de la fecundidad, y más concretamente acerca del desperdicio de millones de espermatozoides que la masturbación implicaba, X tomó el jabón entre sus manos; lo frotó suavemente hasta dejar la marca ilegible, y lo depositó en la jabonera mientras jugueteaba con su pene, que paulatinamente se endurecía, se levantaba y crecía conforme aumentaba la excitación.


Una vez que eyaculó se volvió a enjabonar tanto el cuerpo como la cabeza. La sonrisa orgásmica reflejada en su cara tenía cierto parecido a los modelos para televisión que hacen anuncios de jabones. Se colocó debajo de la regadera y enjuagó la espuma que lo cubría. Finalmente salió del baño un poco más liberado, menos tenso que cuando entró.


3

Cuando X llegó a la oficina, el semen arrojado por la coladera del baño ya había recorrido la tubería de la casa y se disponía a salir del colector de la colonia, que fluye bajo de las calles y despide a través de las alcantarillas un olor insoportable. Después de una hora, mientras X se divertía contando chistes con sus compañeros de trabajo, los espermatozoides llegaron vivos al Canal de Desagüe (uno de los sitios donde confluye la mayor parte del drenaje proveniente del Distrito Federal).

En el canal había —entre otras cosas— tres tipos distintos de ratas: grises, pardas y negras que retozaban en franca igualdad entre numerosos desperdicios.

Una rata oscura salió de pronto de una cueva y se puso a caminar entre las piedras; luego de media hora se detuvo y, apoyada en sus patas traseras, empezó a roer una pequeña bolsa de papel cuando una ráfaga se la arrebató y la depositó en la orilla opuesta. Sin el menor asombro —tal vez acostumbrada a este tipo de incidentes— la rata cruzó el canal y continuó su labor, pero quedó preñada: atravesó el canal justo en el momento que el semen pasaba por ahí, y se introdujo en sus genitales.

Con el tiempo, naturalmente, comenzó a engordar sin saber por qué: enloquecida y desorientada pretendía refugiarse de los aguaceros que sucedían a las mañanas de calor intenso. La desesperación se adueñó de su espíritu: así comenzó a sentir la náusea propia del embarazo y meses después no podía caminar. Durante el verano evitó a sus amigas: pasaba el día panza-arriba dentro de una cueva, acertando apenas a mover un poco las neuronas por la mañana y a abrir las patas por la noche, los únicos miembros de su cuerpo que no se atrofiaron como los demás.

Algunas ratas, conmocionadas frente a tamaña experiencia, empezaron a llevarle comida en actitud solidaria; pero dos semanas después hicieron de ella una rata estúpida y caprichosa: en menos de un mes no sólo quería que la prepararan en su casa, sino además que se la dieran en la boca mientras ella permanecía acostada.


4

Una noche de otoño, alrededor de las nueve, la rata explotó como tanque de gas: sus pedazos salieron disparados hacia todas partes. Obvio es decirte que en este caso no llegaron muy lejos, puesto que fueron interceptados por las paredes de la caverna. Algunas ratas, al oír la detonación, corrieron inmediatamente hacia el lugar donde ocurrió el hecho. Pues la impresión que se llevaron fue doble: por una parte nunca pensaron encontrar a su amiga convertida en pedazos —piel cabeza, cola, cuerpo y patas— diseminados a todo lo largo, ancho y profundo de la pequeña gruta; y por la otra, encontrar un niño que lloraba.


5

Los comentarios y chismes acerca del vecino comenzaron de inmediato: algunas ratas pensaban que la criatura había sido abandonada por alguien, después de matar con explosivos a la que vivía en la cueva. Otras, más fantasiosas, con base en los rasgos del pequeño decían que era un engendro del demonio. La cueva se tornó en el escenario de una gran mesa redonda: "El origen del desconocido", en la que cada rata emitía sus juicios sin importarle qué tan descabellados fueran.

Aprovechando un breve lapso de silencio —motivado por la confusión general de todas las roedoras—, intervino una de las ratas y con una voz solemne dijo mientras trataba de morder el cordón umbilical de la criatura:

—Compañeras: es un hecho que este niño acaba de nacer, basta observar este cordón; pero tratar de explicar su procedencia es absurdo. Jamás nos pondremos de acuerdo, y lo peor es que nunca comprobaremos las hipótesis. Propongo que dejemos a un lado la verborrea y nos hagamos cargo de él hasta que pueda valerse por sí mismo. En mi opinión, la criatura necesita quedarse por lo menos diez años con nosotras; de ahí que debamos organizarnos para formar distintas comisiones y distribuirnos el trabajo.

“Pero no sé si ustedes están de acuerdo conmigo…”

Las demás ratas asintieron convencidas, y de inmediato se dividieron en tres grupos: uno se encargaría de amamantar al niño hasta que le nacieran los primeros dientes; otro más se propuso para atenderlo durante el día; y finalmente el tercero —conformado por las ratas más feroces— planteó la necesidad y asumió la tarea de protegerlo de las ratas enemigas durante las noches cercanas al invierno.



6

Así como Rómulo y Remo fueron alimentados por una loba y Tarzán fue atendido por los primates, este ser recibió la alimentación y el cuidado de las ratas. Y no es que fuera lo que comúnmente entendemos por un fenómeno. Con excepción de la cola inquieta y la cara arrugada y puntiaguda, como las de un roedor, tenía en cuerpo y mente la copia casi perfecta del ser humano que habita en el mundo.

Cansado de oír estupideces, mentiras e historias jodidas; harto de comer caramelos chupados, colillas de cigarro y una variedad infinita de escamocha, apenas cumplió veinte años salió del canal y se dirigió a la Ciudad de México, donde aprendió a hablar y a trabajar con una velocidad notable.

Para vestirse y alimentarse como Dios manda, como para pagar la renta de una casa, buscó un empleo; pero en cada lugar al que iba se le exigía, además de una buena presentación, el dominio del idioma inglés, aunque no conociera bien el español.

Pensó que su cola era la que estaba de más y preguntó por un buen cirujano que tuviese como condición vivir cerca del canal: no quería pensar en el dolor que la caminata de regreso le provocaría… Le habían dicho que saldría caminando del quirófano, sí; pero no le especificaron en qué condiciones. Necesitaría reposo, era cierto; pero también un pretexto que dar a las ratas por su ausencia. Ni tardo ni perezoso se dirigió al consultorio y le expuso su problema al médico:

—Su cola no es un estorbo: es la prolongación de su columna vertebral. Yo le aconsejo que la guarde adentro del pantalón: resultará más sencillo y mucho más económico de lo que imagina.

Con las manos engarzadas por atrás de la cintura, el médico se paseaba de un extremo al otro del consultorio.

—Claro que, si usted lo desea, yo puedo serrucharle el rabo: no crea que carezco de los conocimientos adecuados. Pero toda operación implica un riesgo. Con la excepción de los dos o tres que surten cada año, aquí no hay anestésicos: todo parece indicar que son caprichos propios de hospitales privados.

“Sólo tome en cuenta que cualquier movimiento que usted haga durante la intervención quirúrgica, puede provocar que le rebane parte de la médula espinal. Para qué le digo: si la suerte está a su favor, sale paralítico del quirófano...”

Xx apenas alcanzó a hacer una mueca de dolor.

—Pues piénselo con calma y venga a verme después, ¿le parece bien?


7

Asustado por las palabras del médico, Xx salió del consultorio. “Para qué me arriesgo: el empleo, por bueno que sea, no garantiza absolutamente nada: les cae uno mal y lo echan fuera en tres días… No vale la pena —se dijo—: no tiene sentido volver.”

Xx decidió comprar un garrafón de gasolina y así pudo dedicarse —los últimos meses de su vida— a vender chicles y a “escupir fuego” en un semáforo de la avenida Insurgentes, hasta que fue atropellado por un camión. Las ratas que lo acompañaron en su niñez no volvieron a saber de él, desde que tomó la decisión de salir del canal.

Es muy probable que aún lo sigan esperando.


Bastante trabajo me costó convencer a mi papá para que me contara esta historia, y sobre todo para grabarlo sin que se diera cuenta. Yo nomás me senté un día frente a él y le pregunté:

—¿Por qué hay gente que tiene cara y gestos de animal, con perdón de los animales? Lo digo porque he visto que parecen caballos —de lo dientonas que están— o parecen changos, y así como ellos hay muchos parecidos.

Y qué creen que me contestó...

—¿De cuál animal quieres saber? —me dijo muy serio, mientras encendía su pipa y se acomodaba en un sillón de la sala.

Rápido le contesté que de las ratas, porque son animales que me producen mucho miedo y más asco. Entonces mi papá me dijo algo así como que yo estaba muy pequeño para entender esas cosas, no entendí muy bien…

Pero tanto estuve insistiendo, que tal vez por eso lo convencí. En verdad nunca pensé que mi pregunta fuera en realidad tan interesante.

No hay comentarios:

Publicar un comentario