Para el profesor
Wilberto del Olmo, El Wilo,
cuya capacidad inaudita
para hacérnosla de jamón
fomentó en una buena medida mi
gusto por la escritura.
Algunos pedos son
divertidos porque generalmente truenan y apestan. Otros son silenciosos y más
concentrados. Hay quien dice que ambos son útiles para ahuyentar fantasmas y
pesadillas, pero yo no estoy tan convencido como para atribuirles esa cualidad.
Lo que puedo decir es que los silenciosos son efectivos —si de echar desmadre se
trata— pero luego oxidan feo los calzones, y cuando salen premiados
producen escalofríos. Finalmente, “en gustos se rompen géneros”: ora sí que
cada quien su culo.
El primer pedo que me
soplé —evidentemente de una forma consciente-lúdico-subversiva, después de los
dos años de edad y en la tina del baño— tuvo lugar cuando tenía quince y en el
salón de clases. Recuerdo que el ilustrísimo profesor de Ética —a la sazón dueño y director del colegio— nos lanzó una mirada inquisitiva a los trece
adolescentes que debimos asistir durante la tercera semana del invierno: grupo
formado por la crema y nata de la escuela, los alumnos de tercero de secundaria
en lucha franca y abierta contra el reglamento (un papel amarillo que
dizque ponía en alto la correccional disfrazada de colegio), que debíamos ir a
clases de regularización y a pintar las bancas durante las vacaciones cercanas
a la Navidad.
—Si les pregunto quién
fue, esperando su respuesta —nos ladró entonces—, será un tiempo perdido: el
autor del chascarrillo no lo admitirá frente a los compañeros. Porque en el
fondo sabe muy bien que, lejos de ser gracioso, es simple y sencillamente
repugnante. Ustedes perdonen los adjetivos: me parece un desafío mediocre, cobarde
y estúpido. Primero lanzan la piedra, luego esconden la mano y, por si esto
fuera poco, les parece motivo de risa. Pues permítanme señalar que están
equivocados: con esa falta de entereza, integridad y valor civil —elementales e
indispensables para alcanzar la vida adulta por derecho propio— no llegarán a ninguna
parte. Les guste o no, la observancia de la disciplina tiene una finalidad.
“Por favor pase al
pizarrón el que tenga las orejas calientes…”
Evidentemente, el iluso
maestro esperaba que alguno de nosotros se tocara en una franca señal de
autoacusación. Pero el que ríe al último, ríe mejor: vaya sorpresa se llevó al
ver cómo todos nos agarramos inmediatamente las orejas y volteamos hacia los
compañeros, más desconcertados por su forma de reaccionar que por el pedo (el
cual, dicho sea de paso, en un primer momento nos hizo reír a carcajadas).
Toda vez que la fétida
emanación se esfumó en la pipa del profesor, el ambiente comenzó a cargarse en
lo que para mí fue un instante, pero no pude precisar el tiempo transcurrido.
En vez de reírse con nosotros (lo que hubiera sido más sano para él) comenzó a
vociferar y a insultarnos con palabras, gestos y ademanes desconocidos para mí,
como si el pedo fuera una bomba de gas-pimienta y yo un granadero sin escrúpulos.
Pobre hombre: serio,
solemne, pendejo. Fascista nomás de palabra, pero de los pies a la cabeza. Lo
que me atemorizó ese día hoy me genera una profunda aflicción: la cada vez más
creciente incapacidad que tenemos para reír, el interés cada vez mayor por
hacer tormentas en vasos de agua.
No olvidaré jamás que
cuando pasé al frente del salón como “el autor del chascarrillo” (así se
refirió a mí durante los seis meses siguientes), me obligó a descubrir mis
nalgas frente al grupo durante casi tres horas, para rematar rompiendo en mi
trasero una regla de madera carcomida: la herramienta con que el profesor de
geometría hacía gráficas producto de ecuaciones incomprensibles.
Recuerdo algunas
palabras que acompañaron mi castigo: habló dos horas con cincuenta minutos
“sobre la supremacía de nuestra humanidad encima de la animalidad,
característica contrapuesta a la preocupante y persistente resistencia de los
adolescentes a crecer, del abuso de la libertad y de la mezquina rebeldía de la
juventud.”
Pues así como recuerdo
sus ocurrencias verbales y sus dotes histriónicas, en la misma proporción
olvidé cada una de sus clases. Poco le faltaba para llorar frente al grupo:
palabras más o menos durante aquella ocasión nos dirigió, con la voz quebrada y
las manos temblorosas, un discurso que nos pareció descabellado y hasta la
fecha me parece fuera de lo común, por lo menos a partir de un pedo. Pero en
este asunto el viejo se pintaba solo, era muy creativo. Sabía cómo envolvernos,
y más en una escuela cuyo requisito de acceso parecía ser el hecho de haber
sido expulsado de otras.
Éramos la rebeldía en
persona, no lo voy a negar; pero tampoco teníamos elementos para debatir
sus aberraciones y sus desvaríos histéricos. Sólo recuerdo que nuestra risa
crecía en la misma proporción que su rabia y su desconcierto. Eso era lo
divertido. Está de más decir que era excelente orador, pero a mí me llamaba la
atención el grueso cristal de sus lentes: hacía de su ojo apagado una canica
diminuta, sin sentido.
Pues fue la primera y
única vez que nos mantuvo atentos y serios a todos. Ese día expuso la necesidad
impostergable de la disciplina, la templanza, la moderación, la sobriedad y la
continencia: atributos que en su opinión nos remitían a nuestra superioridad
con respecto a los demás animales y, sobre todo, frente a los demás seres
humanos.
—Me preocupa sobremanera
la necesidad que tienen de experimentar todo... Esa inquietud por vivir lo que
ustedes llaman “emociones fuertes” para justificar sus acciones, tiene un
nombre: libertinaje. ¿Perciben la gravedad de la situación? No vayamos más
lejos, jóvenes: si el día de hoy un pedo y un eructo les parecen motivo de
celebración, nomás por el simple enfrentamiento con la autoridad, ¿alguien me
puede explicar o por lo menos se puede imaginar cómo será el desafío de la
juventud el día de mañana, cuando ustedes tengan el mundo en sus manos? No
quiero ni pensarlo: ¿les resultará gracioso, por poner un ejemplo, que sus
hijos se zurren en los salones? ¿En el comedor de su casa? ¿Encima de su lecho
matrimonial?
“Yo sé que todos ustedes
piensan que exagero —agregaba siempre a manera de colofón—, y por eso no les
interesa lo que digo; pero me atrevería a decir que a ustedes no les interesa
absolutamente nada.”
Siempre concluía de la
misma forma, pero fue la única vez que mordimos el anzuelo: a partir de
entonces nos esmeramos en provocar su creatividad: para combatir cualquier
desorden que tuviera lugar incluso más de tres calles a la redonda, no pasaban
más de dos o tres días para que “El Wilo” —dueño de sus palabras y sus
emociones— tuviera preparado un discurso destinado a conmover a los huevos más
tibios de la escuela.
Para finalizar, retomo
una novela de José Agustín donde se describe un personaje muy similar: “En todo
caso, era un actor de primera: casi lloraba o resplandecía sin esfuerzo. Su voz
era acariciante, experta; y el repertorio de gestos y ademanes, inagotable. Era
un perfecto hijo de la chingada.”
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