sábado, 23 de junio de 2012

Te hubieras quedado allá


A mí no me cuenten:
yo conocí en persona a Luz-bel.
 Y si les parece poco,
sepan que viví, dormí y me acosté con él.

Gonvazman


Cómo quieres que te crea, no inventes: ¿después de lo que hiciste, luego del daño que provocaste y de la cantidad de gente que te llevaste entre las patas?

El que nació para maceta no pasa del corredor, eso es definitivo y no tiene vuelta de hoja; pero me parece que te excediste un poco.


Durante un tiempo quise creer en tu papel de heroína feminista, condenada a la custodia de tus padres por ser la menor de tu familia: santa joda, Batman. Cualquiera se hace amigo de una
mujer que pasa por alto las tradiciones familiares y decide buscar su destino en la ciudad más poblada del mundo: en la boca de un lobo.

Cualquiera se enorgullece de tener a su lado a una mujer indígena que no sólo promueve sino vive la igualdad de razas y de géneros. Pero si hubiera sabido de antemano en qué clase de mierda tan fea te ibas a convertir, contrato a unos mariachis para que te canten “Las golondrinas” el mismo día que te conocí.

El que nació tepalcate ni a comal tiznado llega; pero si he de ser honesto contigo, como tú nunca lo fuiste conmigo, sólo puedo decirte que te hubieras quedado allá.

Los padres que desean cancelar la libertad de una hija —como supuestamente querían hacer contigo— no le permiten ir a la universidad. Pero al ahorcado de arriba le cae la soga, cómo no lo pensé antes: la
adiestran en las labores de la casa y la cocina. Salir al mundo equivale a tomar conciencia de lo que sentimos y lo que somos a través de lo que hacemos; como sucedió contigo, no voy más lejos.

Claro que la cultura y el conocimiento no se oponen a los chantajes sentimentales y a las mentiras, dos de tus estrategias preferidas; pero para los numeritos que hiciste y para la calidad de lo que cosechaste, te hubieras quedado allá.


Puede sonar petulante mi punto de vista; sólo piensa que te conocí de otra manera, y por eso me atrevo a decírtelo como suena. En aquel entonces (cuando eras una mujer inquieta, rebelde, comprometida y ansiosa por leer algunos autores latinoamericanos), me regalaste un casete con una cita extraída de Primavera con una esquina rota, de Mario Benedetti, que hablaba precisamente de la necesidad que tenemos en ocasiones los seres humanos de realizar ajustes veraces de cuentas.



Pero a la escasa luz de las tinieblas que sucedieron después, no ha dejado de intrigarme cómo habrás interpretado la novela: me resisto a pensar en una premonición. No debiste dejar a tus padres, Luz; te hubieras quedado allá.


Y vuelve la burra al trigo; pero esta historia parece una telenovela idiota, dirigida por un idiota y actuada por dos idiotas, valga la rebuznancia.


Juro que no puedo hacer otra cosa en este momento sino preguntarme: ¿hasta dónde puede llegar una persona cuando se empeña en adueñarse de otra, que todavía se da el lujo de involucrar a otra (Pues yo lo voy a tener y tú hazle como quieras) y que finalmente decide presentarse ante el mundo como una víctima de la situación?

Despreocúpate: a cualquier mujer defendería en una discusión como la que tuviste con mi amigo el día que nos conocimos. Pero tú te hubieras quedado allá. En efecto: ya desde hace mucho tiempo es hora de que la mujer tome iniciativas con respecto al amor y frente al sexo; pero me parece que existen decisiones que hoy, mañana y siempre serán de dos.




Quizá te parezca anticuado; pero no olvidaré todas las veces que dije que la maternidad se piensa, se planea y se presupuesta (con papel y lápiz en la mano si es necesario) antes de enfrentar la responsabilidad. Yo no tendría cara para seguir vivo (lo escribo así, con todas sus letras) si te hubiera dicho que tuviéramos un hijo y después diera media vuelta.


Con el tiempo llegué a pensar que esa parte de mi vida fue, hasta cierto punto, comprensible; sólo pagué cara la confianza que deposité en ti. “Así como hagas tu cama dormirás de calientito” —decían que decía el padre de mi padre, y con sobrada razón. El tiempo se encargó de poner nuevamente todo en su sitio; aunque también tuve que echarle una mano grande, dicho sea de paso, y por eso te mandé a la chingada.


Dios no cumple caprichos ni endereza jorobados.


En aquel entonces yo era un escritor hambriento de experiencias, y con esto no pretendo eludir mi parte de responsabilidad; pero para reconstruir esa parte de nuestra vida deberás aceptar que, en todo momento, te dije que yo no estaba enamorado de ti.

Inclusive bajo esa circunstancia —ante la llegada de Santiago— intenté hacer una relación de pareja contigo; pero lo que mal empieza, acaba peor. El que nace barrigón, aunque lo fajen de chico. Hasta vergüenza me da escribirlo, por lo ridículo que suena, pero así fue: intenté poner amor donde no había, y pinche solución tan pendeja.

(Por eso hicimos el plan de que yo la acompañaría durante el embarazo y después pasaría con nuestro hijo un fin de semana cada quince días, pero parece que lo olvidó pronto. Háganme el pinche favor: cuando nuestras diferencias llamaron a la puerta de la casa para pedirme que me fuera.)



Como el título de aquella vieja película, nunca te prometí un jardín de rosas. Por eso quisiste entender la separación como sinónimo de guerra; y por si fuera poco, la batalla estaba comenzando apenas. Ahora entiendo por qué insistía tanto Estela Ruiz Milán: las relaciones indefinidas por lo general se terminan definiendo de formas terribles.”

En toda contienda una buena cantidad de inocentes son arrasados: al que nace pa’ tamal del cielo le caen las hojas. Pero aun dentro de la guerra, por absurda que pueda parecer, existen códigos de ética: lo que no acabo de entender es la actitud que adoptaste hacia Santiago, a quien esperabas o decías esperar con tanta ilusión.

Porque un hijo no se utiliza como arma, como estandarte y como escudo al mismo tiempo. Porque cuando decidiste traerlo al mundo yo no gozaba de un ingreso económico estable, y tú lo sabías; pero cuando llegó en ningún momento me desentendí de él. Porque aprendí a bañarlo, a cambiarle los pañales, a darle de comer y a atenderlo como corresponde; y porque incluso el poco dinero que gané fue compartido.



(Juro que trato de imaginarla llorando y diciéndole a mis hermanas que nunca la apoyé y que jamás le di dinero, y ya no me cuesta ningún trabajo; más aún cuando las últimas palabras que oí de su boca en aquel entonces fueron Déjanos en paz, aunque no nos des dinero. Hasta digna se ponía en todas las discusiones que teníamos. Por eso le digo que se hubiera quedado allá. Me pregunto si en el fondo sería capaz de reconocer cuántas veces le pregunté y me respondió lo mismo, luego de ver cómo lloraba casi por cualquier motivo.)

“—Qué te pasa, Luz Heréndira: ¿qué tienes?

“—Nada.”

(Menos mal que no pasaba nada…)



En ningún momento te pedí que tuvieras controlada la situación que se nos estaba presentando, a veces quiero suponer que el embarazo llegó a ser una sorpresa también para ti; lo que te exigí fue que te comportaras a la altura de la decisión que habías tomado y que después no obstaculizaras mi relación con ella.

Dentro de toda esa confusión, como esa parte de mi vida gobernada por el absurdo, una cosa me quedó clara: con los sentimientos y las emociones no se puede jugar. Porque si tu hijo no fue capaz de conmoverte, cuando me esperaba con su mochila puesta para venir a mi casa un fin de semana, a ti ya no te conmoverá nada.



El lenguaje que compone y descompone todo te dio la llave para traerlo y para llevártelo, sin pedir nuestro consentimiento: 


Tu papá no te habla porque no tiene teléfono.
Tu papá no te habla porque está trabajando.


¿Qué pendejadas son ésas? No quiero imaginar qué le habrás dicho cuando te lo llevaste la última vez, en 2008. Lo único que puedo decir es que en esta vida todo lo que tenemos que saber se sabe: sólo espero que mi hijo salga fortalecido con tantos desengaños.

Aprovecho para decirle a Santiago que no he dejado de quererlo, y a las pruebas me remito si tiene dudas: pasé junto a él sus primeros dos años, hice varios intentos por permanecer cerca de él, y diez años después se vino a vivir conmigo durante trece días cuando tenía dieciséis años hasta el primer día que fue a visitarte, cuando aprovechaste de nueva cuenta la influencia que tenías sobre él para llevártelo por última vez.

Ojalá entienda mi desistimiento de ir a buscarlo; tal vez no como la decisión más ética ni la más feliz, pero sí la más sana tanto para él como para mí.


Discúlpame por haber creído en ti, Luz…

(Desde que nos conocimos tuve la intuición de que su nombre Luz Heréndira, así, escrito con H describía una luz que me iba a calar muy hondo, pero jamás pensé que de esta manera.)





Para terminar sólo quiero hacerte una pregunta, para que la pienses y no para que me la respondas. Si eras tan fuerte como te creías; si sólo me buscaste como un semental, pues, ¿por qué no te alejaste de mi vida antes de hacer tantos desfiguros y de llevarte entre las patas sí, patas a tantas personas?


Mira que tuviste tiempo como para pensarlo.


(Hubiera sido mejor para todos que se quedara allá...)

Epamin de 100 miligramos, por favor

…Pero nadie se salva del viejo sarro:
hay que crecer bailando con sinsabores.

Silvio Rodríguez


Perdón que insista: yo debí haber nacido un martes. De otra manera no me puedo explicar la obstinación por mirar hacia atrás, hacia el fin de semana pasado. Además suelo valorar las cosas cuando las pierdo, y eso me preocupa. Beatriz dice que no es para tanto; que “a todos los seres humanos, con mayor o menor frecuencia, nos sucede lo mismo.”

—Vaya que eres extraño a veces —concluye—, pero te comprendo.

—Mal de muchos como consuelo de pendejos, ¿no? —yo le contesto y ella suelta una carcajada.

Lejos de molestarme, su risa me encanta. Si luego adopto una actitud de circunspección, es porque yo también tengo sentido del humor para reír estrepitosamente; pero aquí estamos hablando de otra cosa diferente llamada epilepsia. Por eso a veces me da por permanecer inmóvil tres minutos y viéndola fijamente a los ojos: hasta entonces deja de reír y se pone a la altura de la situación.

Casi siempre suelo ser amoroso y tierno, dicho con sus palabras; pero mi obstinada labor de arlequín melancólico en el papel estelar de la desgracia errante (como un ejercicio de teatro involuntario), dicho sea de paso, pretende convertirme en actor de tiempo completo sin goce de sueldo. Aunque el personaje ha sido creado y ejecutado por mí, desde el día en que fui arrojado al mundo, reconozco que se sustenta y descansa sobre la fuerza de la costumbre.

Cuando empezamos a vivir juntos y teníamos una diferencia violenta, por ejemplo, dice que me ponía pálido y frío desde los pies hasta la cabeza. Yo más bien la sentía caliente, fíjense; y ese calor bajaba por mi cuello, por mis costillas, por mis piernas y por mis pies y de nuevo lo sentía desplazarse hacia arriba dejando tras de sí un sudor helado. Ah, y que tanto los labios como las uñas se me amorataban...

Sí, claro: ¿y su nieve de qué sabor?

...Que me le quedaba viendo fijamente a los ojos, al principio muy serio y luego moviendo los míos como un alienado; cuando yo trataba de concentrar y de expresar mis pensamientos. Que yo luego emitía distintos sonidos extraños, y que supuestamente lo único que yo alcanzaba a decir y repetir eran tres frases: "no te entiendo, no te entiendo, en verdad no te entiendo", cuando ella era la que no entendía nada.

Quién las entiende…

Por lo general este numerito se acompañaba de una torción en los brazos, una caída, una tensión general y de una sacudida del cuerpo —durante más de un minuto—, lapso en el que a veces mi cabeza se movía de izquierda a derecha y de derecha a izquierda: haciendo un enérgico ademán negativo.

La caída y la ocasional pérdida de la conciencia eran lo más aparatoso para Beatriz, pero lo menos agresivo para mí (por la desconexión de una situación incontrolable); orinarme en los pantalones, por el descontrol de los esfínteres, lo más gratificante para ella (por el relajamiento de la tensión) pero lo más humillante para mí.

Quién las entiende, carajo…

Bueno, lo importante de todo este asunto es que ahora (léase “desde hace un buen tiempo”) el personaje que a veces se pira un rato y se convulsiona pasó a la historia, a partir del día que le cayeron algunos veintes: cuando esos "no te entiendo, no te entiendo, en verdad no te entiendo” le comenzaron a valer simple y sencillamente una madre. Cuando entendió que, en primera y última instancia, no había absolutamente nada que entender.

¿Lunes? ¿martes? ¿miércoles?
¿Jueves o viernes?
¿El sábado?
¿Acaso el domingo?

¿Existe un día especial para sentirse feliz?

Simplemente algunas veces
(por fortuna cada vez menos)
siento que me lleva la chingada:
que me chupa la bruja,
para que entiendan.


(Si persisten las molestias, consulto al psiquiatra.)

Me caen de madres

A Carmen, a Verónica y a Teresa,
mis tres hermanitas mayores;
me requetecae de madres que sí.



El escritor inventa. Generalmente se cree que la información se extrae de la memoria y/o de la realidad, pero no: es una invención. Escribe en el límite entre lo real y lo imaginario.

Angelina Muñiz-Huberman


La literatura es una gran mentira que dice la verdad.

Gonvazman
 
 
 
Nomás no digas cosas que no son, chavita —todavía le dije, en buena ley, días después de que empezó a salir con sus jaladas; luego de que me dijeron que les andaba diciendo puras incoherencias de lo ardida que estaba. Pero ésa fue la última vez, ¿eh? Después me valió una pura y dos con sal: supongo que nunca la pude convencer de que todas las mujeres resentidas y orgullosas son maloras incluso consigo mismas, pues para entonces no quiso escucharme ni media palabra.
 
—Yo sé bien todo lo que digo y cómo lo digo —todavía me contestó un día, muy chingoncita, con tamaño pedazo de comida en la boca—; me cae de madres que las voy a sablear a las tres. Tú ahorita te ríes —todavía me dijo, fíjense, y apenas volteó a verme—; pero en el fondo eres un pobre pendejo que sólo trata de ir a donde nadie lo llama.
 
Pero claro que me meto en lo que no me importa, simple y sencillamente porque ustedes son mis hermanas. ¿Se dan cuenta de lo que les digo? ¡Mis hermanas! Ora que si no les afecta, pues así la dejamos y punto. Incluso ya sé que van a decir que cómo jodo (y es verdad); pero es que nomás no puedo dejar de repasar la escena: ella contando todas sus putas cuitas a ustedes tres, y ustedes —nomás no se hagan, porque en el fondo les vale queso— sólo bostezan, miran el reloj, sacan la feria e inmediatamente tratan de buscar la mejor manera de quitársela de encima.
 

Ja ja ja: de puro pazguato no puedo aguantar la risa.

Pero si la conozco... Primero aparenta ser muy amiga de todos; ya luego se encaja, ustedes van a ver. Al principio se porta cuatita; pero cuando menos se lo esperen, ¡zaz! Querrá que le inviten la comida, el refresco, el café, los cigarros y hasta el pasaje del microbús. No es medio manchadita: es manchadita y medio.

A los seis meses de que comenzamos a vivir juntos, la gorda se transformó en celadora y me quiso agarrar ora sí que de su puerquito. La inseguridad de una persona puede ser comprensible hasta un cierto punto; pero todo en la vida tiene límites. La puse en su sitio y se mediotranquilizó.

Apenas en la mitad de esta semana, cuando la vi platicar con una amiga, se veía vaciada (pero del cerebro). Le daba unas mordidas a su torta —como si quisiera abarcar la tercera parte—, que hasta los ojos se le ponían bizcos; pero antes de masticar hacía buches de coca cola. Nomás imagínense: ¡supergrotesca!

Un día casi nos agarramos a madrazos en la calle. Casi. La gente nomás estaba ahí de metiche, viendo cómo rodábamos la telenovela: después de leerle una carta que yo le había escrito —para negarme a otro de sus chantajes— me la quiso devolver muy digna, aduciendo que no conocía a la destinataria. “Tírala, pues: seguro a alguien le va a servir” —le dije—; y haciendo el papel de heroína, rompió una botella en la banqueta y me quiso hacer un tajo en el corazón.

Sujetada por un policía, la gorda comenzó a proferir todo tipo de alaridos: parecía un pinche orangután en épocas de celos.

Ay, por favor: esto nomás se lo platico a ustedes. A nadie más, ¿eh? No lo vayan a desparramar por ahí porque se va a hacer este chisme grande. No, cómo creen… Si ustedes fueron testigos: después de todos esos desmadres se formaron alianzas entre nuestras amistades y quedé prácticamente solo, por lo menos durante un tiempo. Pero por difícil que fue de pronto, estuvo mejor: pude pensar con calma, hacer lo que necesitaba y había dejado pendiente.

 
Pues ella entró a trabajar en la Comercial Mexicana: se vistió de payasita y quedó como edecán permanente en el anaquel de los churros y de la cajeta; sí, en donde están los hot cakes, los waffles, los pays y todas esas porquerías que se dicen en inglés.

Pero no le digan a nadie, porque todavía le dijo a sus amigos:
 
—Como estábamos en público no quise sacar el cobre. Pero dejen que me encuentre un día a Gonzalo en la calle: ora sí que por cuentero le voy a romper todo su pinche hocico.

Reconocimiento

Para Felipe Bracho Carpizo


Una noche como la de hoy la conocí, orinando en este mismo callejón. Iluminada por la luz azul de la luna llena —resplandor a través del cual es posible ver algunos de nuestros fantasmas y ciertos nudos de la tristeza—, ella también orinaba.

Fue un espléndido acoplamiento…


Cuando escuché cómo escurría el agua entre las piedras, tuve una clara y súbita impresión; contundente, pues, para decirlo con una palabra: “Entre nosotros dos había mucho más que un secreto compartido, y desde mucho tiempo atrás.”

viernes, 22 de junio de 2012

Pedos de mantequilla

Al principio, no falla:
“Ay, qué hermosos peditos…”
Pero después de un tiempo,
“Pedos hijos de la chingada...”

Más palabras de la tía Mica


Nos conocimos antes de entrar a una función de medianoche XXX; para ser más precisos, en la cola de la dulcería donde le compré un bote de palomitas con mantequilla tamaño caguama. Antes de pasar a la sala —para qué es más que la verdad— pude verla de cuerpo entero disfrutando a mi antojo de una cintura, una cadera, unas piernas y de una minifalda que apenas le cubría las nalgas.

Después fue otra cosa muy diferente, mi estimado: nomás te adelanto que estuvimos más cerca que cuando llegamos al cine.

Aguántame, cabrón; ahorita te cuento...

Yo le insistí antes de entrar que mejor nos fuéramos a tomar unas copas, que la pinche película valía madres; que nosotros podíamos ser protagonistas de la nuestra, pero me pidió que la dejara ver un cacho para calentar motores.

Desde que llegó al cine se estuvo haciendo la interesante: como que esperaba a alguien que nunca llegó, dizque caminaba de un extremo al otro , hablaba por su celular como loca y volteaba cada rato hacia la puerta.

Pero luego que comenzamos a platicar, cuando se dio tinta de quién era yo, hasta el papel que estaba representado se le olvidó. Cómo me estaría echando los perros y cómo estaba de buena, maestro, que a partir de entonces me dije con total y absoluta seguridad: “Hoy cena Pancho, cómo chingados no...”

Durante la exhibición de la película nomás comía palomitas con mantequilla y se acomodaba el sostén. Hasta llegué a pensar que se trataba de un tic, me cae; pero cuando la abracé para agarrarle la teta derecha percibí que el sostén le quedaba corto.

Le desabroché la blusa y el brasier con una sola mano, y hasta entonces pude palpar dos senos que nomás me alebrestaban la reata; pero que por la forma como saltaron me habían estado gritando en silencio que los liberara.

Hasta se me hizo agua la boca, amigo, ya sabrás...

Cuando acabó la función nos metimos en el bar más cercano. Ella estaba aferrada en que algunas partes de la película estaban medio jaladas de los pelos; pero como no le puse atención y nomás pelé la mía (je je), me limité a repetir —sin dejar de acariciarle las piernas por debajo de la mesa— que eran detalles propios de ese tipo de cine.

Con algunas copas encima y en punto pedo, me salió más cabrona que bonita: luego de dar un manotazo en la mesa, me gritó que ya dejara de agarrarle las piernas y de darle el avión.

Para qué te cuento: ya estaba muy borracha y la gente volteó a vernos sacadísima de onda. Todo lo
buena que se veía en el cine, un par de horas después —ya con el pelo revuelto y el rímel corrido— tenía más bien aspecto de güila. Durante un buen rato, cerca de media hora, estuve viendo el reloj cada cinco minutos con ganas de irme de ahí.

Cuando la vi por primera vez, sólo hubo un detalle no me gustó de su arreglo personal: el tono casi fosforescente de las medias y de la bolsa... Como que estaba fuera de lugar en una mujer de su edad, y se lo dije en buen plan; pero me contestó a gritos que ya dejara de decir pendejadas.

—Pedirle a una dama que no use bolsa —me dijo a manera de conclusión—, es como decirle a un cabrón que no use calzones…

Imagínate lo ridículo de la escena: la gente nomás movía la cabeza y se me quedaba viendo, entre curiosa y tensa y divertida. Luego se hizo un silencio bien loco, mano, porque hasta quitaron la música. Te digo que las casualidades no existen: al principio me saqué de onda, pues yo no traía calzones; pero luego de constatar que ella tampoco usaba me valió una pura chingada y dos con sal.

Pues en menos tiempo de lo que te imaginas, llegaron unos agentes de seguridad a pedirnos que pagáramos la cuenta y nos fuéramos del bar. Luego de dar varias vueltas a la manzana del hotel fingiendo que buscaba una calle —para ver si se le bajaba el cuete y se animaba por fin a entrar—, me pidió dizque de la manera más atenta y por favor que la invitara a cenar unos tacos y que la llevara a su casa.

De pronto sentí que la vieja me había calentado los güevos y me había bajado la feria, pero desde que nos dirigimos a la taquería comencé a ver el lado amable de la situación. Entre una carcajada suya y otra mía como respuesta, de una forma didáctica, me contó chistes de varios colores y me explicó con ejemplos en qué consistía cada uno; y mientras se reía comenzó a soplarse una gama igualmente variada de pedos, que me hicieron reír todavía con más ganas.

Todavía pensé —ingenuo de mí— que el alcohol se le bajaría con la cena y acabaríamos yéndonos por fin al hotel, pero la comida le apretó más las tripas: sus chistes comenzaron a despedir un olor a mantequilla, pimiento, chile y cebolla cada vez más espeso. Para acabarla de amolar, la susodicha vivía al otro extremo de la ciudad y yo comencé a sentir el estómago revuelto.

Finalmente ya no supe ni a qué hora llegué a mi casa, pero todavía estaba oscuro. Apenas tuve tiempo de cerrar con el control remoto: abrí la puerta del auto, vomité en la cochera y me quedé dormido en el asiento hasta las once de la mañana.

miércoles, 13 de junio de 2012

¡Válgame Dios!

A la memoria de Rafael Alducín


Pero si era la primera vez que lo hacía y no lo hice ni siquiera un rato largo, pues, para que me entiendas; y porque ni siquiera lo dejé entrar como él quería, ¿por qué me tuvo que pasar a mí? Dime tú qué tanto es tantito. Fue un castigo de Dios: lo más seguro es que haya sido por aquello que te conté del otro día.

Ah, sí; pero por supuesto… Pues qué crees... Jamás lo vuelvo a hacer... Hasta los ojos se le pusieron igualito que al diablo y luego comenzó a resoplar. Pero juro por la memoria mi madre —Dios la tenga en su Santa Gloria— que nomás de acordarme de lo que pasó me pongo chinita. Hasta se me baja mi presión.

Qué poco me conoces, me cae. Ya ni chingas, mana; si te digo que sólo nos acariciamos, es porque sólo nos acariciamos. Ora que si tú quieres te cuento una peliculita; ésas sí, para que veas, las vemos juntos a cada rato. Pero aunque él no se cansa de insistirme, no hemos hecho nada más: no me atrevería.

Qué bien jodes: ¿por qué lo voy a negar? Nomás de pensarlo me angustio. Por eso pienso que Dios es injusto conmigo: dime tú cuántas parejas no hacen lo mismo que yo hice y luego hasta más chingaderas, y jamás las castiga. Incluso luego se ven hasta más contentas que las demás. A mí primero se me murió mi papá, como al mes mi mamá, y ahora se llevó a mis hermanos en la carretera a Toluca.

Pero nomás recuerdo lo que después y mira cómo me pongo...

¡Cómo que no te había contado! ¿Todavía me reclamas? ¿No te digo que apenas me avisaron del accidente. Ya ni la friegas, mana; de veras. Cuando recibí la noticia, se me fueron las fuerzas: casi me desmayo. Para acabarla de amolar ni siquiera tenía dinero para el taxi; por eso pensé que lo mejor era irme en el metro. A esa hora no se sube tanta gente.

Pero sólo de acordarme, el cuerpo me empieza a temblar. Para no hacértela más cardiaca, resulta que había una manifestación: el Metro iba más lleno que de costumbre. Aunque yo me andaba cayendo de lo mal que me sentía, no hubo un solo caballero capaz de ofrecerme su asiento. Pues más o menos como un cuarto de hora después de que me subí, que se para en seco y va la luz.

Yo no sé si es el miedo, en buen plan, o qué sucede en esos casos; pero de repente la gente empieza a soplarse unos secretitos muy íntimos. Entiendo que tarde o temprano lo que entra acaba por salir, pero hay lugares y lugares. Pues esto que te digo, revuelto con los perfumes de las gatas que van a revolcarse a Chapultepec, era un concierto de aromas como para vomitarse.

Pero le doy vueltas a lo que ocurrió más tarde, y mira cómo se me hace la piel. Hasta se me electrizan mis cabellos. ¡¡¡Espérate, carajo!!! Ya te estoy contando. Resulta que un imbécil se suicidó y tuvieron que desconectar las vías para sacarlo. Claro que de eso nos enteramos dos horas después, es lo que tú no sabes. Pero mientras nosotros no nos podíamos mover porque tenían que esperar a la gente del mentirio impúdico. ¿Tú crees que nos dijeron eso?

Estás loca, deja tú el pinche calor. Lo que yo no te soporto es a la zurra de nacos agarrándote toda —haciéndose los pendejos— y luego el ansia que te entra nomás de pensar que te puedes morir ahí encerrada, asfixiada y apachurrada entre la gente. Ya luego de hora y media se encendió la luz, y después de quince minutos arrancó: lo bueno es que fue llegando a Observatorio.

Pero sólo de recordar lo que pasó al final, así como para rematar el día, la piel se me pone toda bien china. Tócala, manita: incluso hasta puedes sentir cómo se enfría…

A estas alturas, el cadáver era lo de menos. Bueno, sí, pues, un poco… Estaba ahí en el andén: vigilado por un policía pero, a fin de cuentas, a la vista de todos los curiosos que hacían la salida más complicada que de costumbre. Pinches tiras ojetes, mana: yo entiendo que el Metro sea del gobierno, lo que tú digas y mandes; pero ya podían traer una sábana de su casa.

Te voy a ser sincera: ninguno de los tres cadáveres me impresionaron. No estoy negando tampoco que estaban horribles: uno chamuscadote y los otros dos hechos pedazos, con la cara toda ensangrentada y los ojos abiertos... Daban un resto de miedo, verdad de Dios; pero con Segismundo y Norberto tuve bastante tiempo de sobra como para irme haciendo a la idea.

Bueno, déjame acabarte de contar:

Finalmente llegué a Cuajimalpa para arreglar lo de las actas de defunción. Fue ahí, entrando en la oficina del Registro Civil, donde un tipo con cara de albañil se me acercó y me dijo:

Ay, mamacita: tú me dices cuándo mato el oso a puñaladas...

¡Pinche naco! Te digo que me acuerdo de su jeta y toda la piel se me pone bien china, china, china. Mira, manita; ve...

martes, 12 de junio de 2012

El aferrado

Para Beatriz Loyola Luque,
una mujer en todo momento;
pero lo que es una compañera,
sólo en las buenas y en las malas.


Te espero hasta las nueve de la noche… En punto, porque sabes que voy contigo por donde quiera que vayas: vayas o vengas, vengas o vayas. Te vayas y por allá te vengas, o aquí te vengas y por allá te vayas; vengas o no vengas, te vengas o no te vengas, tú ya sabes que yo voy contigo por donde sea que tú vayas.

lunes, 11 de junio de 2012

Una pregunta interesante

1

Cada vez que X sentía ganas de hacerlo, era detenido por el sentimiento de culpa. Aún le quedaban algunos lastres por romper, entre los que sobresalía su formación católica y militar conjunta en el Colegio San Ignacio de Loyola.

Haber transcurrido su adolescencia entre varones que pasaban la noche encerrados en dormitorios, no le traía muy buenos recuerdos. Incluso muchos de ellos se habían convertido para él en experiencias traumáticas: como ejemplo te puedo hablar de un concurso —en el que algunos incluso llegaban a cruzar apuestas— para ver quién de los participantes, previa masturbación, eyaculaba más rápido.

Risas, burlas y albures daban término a ciertos días en la vida de esos jóvenes, quienes —invariablemente arrepentidos— hacían cola al día siguiente en el confesionario para volver a lo mismo durante el resto de la semana.

Así transcurrieron meses y fueron pasando los años, pero aquellos episodios para X, como las huellas en el cemento, quedaron prácticamente imborrables.


2

Una mañana salió a correr en los Viveros de Coyoacán, hizo su rutina calisténica y regresó a su casa; devoró su desayuno y se quitó la ropa sudada para entrar en la regadera.

Cerró los ojos e imaginó a Rebeca, la mujer que lo había hecho sufrir desde el segundo año de secundaria (además de no querer un novio sólo para los fines de semana, le parecía grotesca la idea de enamorarse de un cadete mocho). Jamás tuvo en las manos los únicos senos que, para él, jugaban con una libertad deliciosamente provocativa; nunca abrazó esa cintura que apenas se ensanchaba para transformarse en la cadera; jamás acarició sus piernas…

Luego de reflexionar acerca de la fecundidad, y más concretamente acerca del desperdicio de millones de espermatozoides que la masturbación implicaba, X tomó el jabón entre sus manos; lo frotó suavemente hasta dejar la marca ilegible, y lo depositó en la jabonera mientras jugueteaba con su pene, que paulatinamente se endurecía, se levantaba y crecía conforme aumentaba la excitación.


Una vez que eyaculó se volvió a enjabonar tanto el cuerpo como la cabeza. La sonrisa orgásmica reflejada en su cara tenía cierto parecido a los modelos para televisión que hacen anuncios de jabones. Se colocó debajo de la regadera y enjuagó la espuma que lo cubría. Finalmente salió del baño un poco más liberado, menos tenso que cuando entró.


3

Cuando X llegó a la oficina, el semen arrojado por la coladera del baño ya había recorrido la tubería de la casa y se disponía a salir del colector de la colonia, que fluye bajo de las calles y despide a través de las alcantarillas un olor insoportable. Después de una hora, mientras X se divertía contando chistes con sus compañeros de trabajo, los espermatozoides llegaron vivos al Canal de Desagüe (uno de los sitios donde confluye la mayor parte del drenaje proveniente del Distrito Federal).

En el canal había —entre otras cosas— tres tipos distintos de ratas: grises, pardas y negras que retozaban en franca igualdad entre numerosos desperdicios.

Una rata oscura salió de pronto de una cueva y se puso a caminar entre las piedras; luego de media hora se detuvo y, apoyada en sus patas traseras, empezó a roer una pequeña bolsa de papel cuando una ráfaga se la arrebató y la depositó en la orilla opuesta. Sin el menor asombro —tal vez acostumbrada a este tipo de incidentes— la rata cruzó el canal y continuó su labor, pero quedó preñada: atravesó el canal justo en el momento que el semen pasaba por ahí, y se introdujo en sus genitales.

Con el tiempo, naturalmente, comenzó a engordar sin saber por qué: enloquecida y desorientada pretendía refugiarse de los aguaceros que sucedían a las mañanas de calor intenso. La desesperación se adueñó de su espíritu: así comenzó a sentir la náusea propia del embarazo y meses después no podía caminar. Durante el verano evitó a sus amigas: pasaba el día panza-arriba dentro de una cueva, acertando apenas a mover un poco las neuronas por la mañana y a abrir las patas por la noche, los únicos miembros de su cuerpo que no se atrofiaron como los demás.

Algunas ratas, conmocionadas frente a tamaña experiencia, empezaron a llevarle comida en actitud solidaria; pero dos semanas después hicieron de ella una rata estúpida y caprichosa: en menos de un mes no sólo quería que la prepararan en su casa, sino además que se la dieran en la boca mientras ella permanecía acostada.


4

Una noche de otoño, alrededor de las nueve, la rata explotó como tanque de gas: sus pedazos salieron disparados hacia todas partes. Obvio es decirte que en este caso no llegaron muy lejos, puesto que fueron interceptados por las paredes de la caverna. Algunas ratas, al oír la detonación, corrieron inmediatamente hacia el lugar donde ocurrió el hecho. Pues la impresión que se llevaron fue doble: por una parte nunca pensaron encontrar a su amiga convertida en pedazos —piel cabeza, cola, cuerpo y patas— diseminados a todo lo largo, ancho y profundo de la pequeña gruta; y por la otra, encontrar un niño que lloraba.


5

Los comentarios y chismes acerca del vecino comenzaron de inmediato: algunas ratas pensaban que la criatura había sido abandonada por alguien, después de matar con explosivos a la que vivía en la cueva. Otras, más fantasiosas, con base en los rasgos del pequeño decían que era un engendro del demonio. La cueva se tornó en el escenario de una gran mesa redonda: "El origen del desconocido", en la que cada rata emitía sus juicios sin importarle qué tan descabellados fueran.

Aprovechando un breve lapso de silencio —motivado por la confusión general de todas las roedoras—, intervino una de las ratas y con una voz solemne dijo mientras trataba de morder el cordón umbilical de la criatura:

—Compañeras: es un hecho que este niño acaba de nacer, basta observar este cordón; pero tratar de explicar su procedencia es absurdo. Jamás nos pondremos de acuerdo, y lo peor es que nunca comprobaremos las hipótesis. Propongo que dejemos a un lado la verborrea y nos hagamos cargo de él hasta que pueda valerse por sí mismo. En mi opinión, la criatura necesita quedarse por lo menos diez años con nosotras; de ahí que debamos organizarnos para formar distintas comisiones y distribuirnos el trabajo.

“Pero no sé si ustedes están de acuerdo conmigo…”

Las demás ratas asintieron convencidas, y de inmediato se dividieron en tres grupos: uno se encargaría de amamantar al niño hasta que le nacieran los primeros dientes; otro más se propuso para atenderlo durante el día; y finalmente el tercero —conformado por las ratas más feroces— planteó la necesidad y asumió la tarea de protegerlo de las ratas enemigas durante las noches cercanas al invierno.



6

Así como Rómulo y Remo fueron alimentados por una loba y Tarzán fue atendido por los primates, este ser recibió la alimentación y el cuidado de las ratas. Y no es que fuera lo que comúnmente entendemos por un fenómeno. Con excepción de la cola inquieta y la cara arrugada y puntiaguda, como las de un roedor, tenía en cuerpo y mente la copia casi perfecta del ser humano que habita en el mundo.

Cansado de oír estupideces, mentiras e historias jodidas; harto de comer caramelos chupados, colillas de cigarro y una variedad infinita de escamocha, apenas cumplió veinte años salió del canal y se dirigió a la Ciudad de México, donde aprendió a hablar y a trabajar con una velocidad notable.

Para vestirse y alimentarse como Dios manda, como para pagar la renta de una casa, buscó un empleo; pero en cada lugar al que iba se le exigía, además de una buena presentación, el dominio del idioma inglés, aunque no conociera bien el español.

Pensó que su cola era la que estaba de más y preguntó por un buen cirujano que tuviese como condición vivir cerca del canal: no quería pensar en el dolor que la caminata de regreso le provocaría… Le habían dicho que saldría caminando del quirófano, sí; pero no le especificaron en qué condiciones. Necesitaría reposo, era cierto; pero también un pretexto que dar a las ratas por su ausencia. Ni tardo ni perezoso se dirigió al consultorio y le expuso su problema al médico:

—Su cola no es un estorbo: es la prolongación de su columna vertebral. Yo le aconsejo que la guarde adentro del pantalón: resultará más sencillo y mucho más económico de lo que imagina.

Con las manos engarzadas por atrás de la cintura, el médico se paseaba de un extremo al otro del consultorio.

—Claro que, si usted lo desea, yo puedo serrucharle el rabo: no crea que carezco de los conocimientos adecuados. Pero toda operación implica un riesgo. Con la excepción de los dos o tres que surten cada año, aquí no hay anestésicos: todo parece indicar que son caprichos propios de hospitales privados.

“Sólo tome en cuenta que cualquier movimiento que usted haga durante la intervención quirúrgica, puede provocar que le rebane parte de la médula espinal. Para qué le digo: si la suerte está a su favor, sale paralítico del quirófano...”

Xx apenas alcanzó a hacer una mueca de dolor.

—Pues piénselo con calma y venga a verme después, ¿le parece bien?


7

Asustado por las palabras del médico, Xx salió del consultorio. “Para qué me arriesgo: el empleo, por bueno que sea, no garantiza absolutamente nada: les cae uno mal y lo echan fuera en tres días… No vale la pena —se dijo—: no tiene sentido volver.”

Xx decidió comprar un garrafón de gasolina y así pudo dedicarse —los últimos meses de su vida— a vender chicles y a “escupir fuego” en un semáforo de la avenida Insurgentes, hasta que fue atropellado por un camión. Las ratas que lo acompañaron en su niñez no volvieron a saber de él, desde que tomó la decisión de salir del canal.

Es muy probable que aún lo sigan esperando.


Bastante trabajo me costó convencer a mi papá para que me contara esta historia, y sobre todo para grabarlo sin que se diera cuenta. Yo nomás me senté un día frente a él y le pregunté:

—¿Por qué hay gente que tiene cara y gestos de animal, con perdón de los animales? Lo digo porque he visto que parecen caballos —de lo dientonas que están— o parecen changos, y así como ellos hay muchos parecidos.

Y qué creen que me contestó...

—¿De cuál animal quieres saber? —me dijo muy serio, mientras encendía su pipa y se acomodaba en un sillón de la sala.

Rápido le contesté que de las ratas, porque son animales que me producen mucho miedo y más asco. Entonces mi papá me dijo algo así como que yo estaba muy pequeño para entender esas cosas, no entendí muy bien…

Pero tanto estuve insistiendo, que tal vez por eso lo convencí. En verdad nunca pensé que mi pregunta fuera en realidad tan interesante.