Para el ingeniero Mauricio Noyola Corona,
paciente asesor informático de quien esto escribe.
Ciertamente aburrido,
para colmo de males con tiempo de sobra, ayer me senté a
pensar en los mecanismos (conscientes e inconscientes, voluntarios e
involuntarios, adquiridos y atribuidos) que emplean las moscas para provocarnos
fastidio y sacarnos de quicio: estúpidos seres ociosos que zumban, rebotan, revolotean; revolotean, rebotan y zumban; y
por si lo anterior fuera poco, a veces pretenden introducirse en el
cerebro a través de nuestras orejas.
Después de sentir un
breve hormigueo, con el dedo meñique de la mano izquierda escarbé en mi oreja
derecha: extraje una grasienta pasta amarilla que, a fuerza de amoldarla entre
el pulgar y el índice, transformé en una esfera del tamaño de una
canica.
Cuando la deposité sobre
el buró, percibí un zumbido que no distrajo mi atención; pero después de un
rato observé que la esfera —ligeramente agrietada— comenzó a dar pequeños
saltos.
El fenómeno me tenía cautivado. Con objeto de
alentarla en su propósito arrojé la canica hacia arriba —para que pudiera
seguir por su cuenta—, pero se deshizo en el suelo. De su interior salió una
mosca entre verde y azul que empezó a volar torpemente; a llenar mi habitación
de conversaciones, música, sonidos que yo nunca había escuchado y que ciertos
amigos me habían exigido en vano que recordara, para finalmente deducir que
padecía de lagunas mentales o de sordera crónica.
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