viernes, 22 de junio de 2012

Pedos de mantequilla

Al principio, no falla:
“Ay, qué hermosos peditos…”
Pero después de un tiempo,
“Pedos hijos de la chingada...”

Más palabras de la tía Mica


Nos conocimos antes de entrar a una función de medianoche XXX; para ser más precisos, en la cola de la dulcería donde le compré un bote de palomitas con mantequilla tamaño caguama. Antes de pasar a la sala —para qué es más que la verdad— pude verla de cuerpo entero disfrutando a mi antojo de una cintura, una cadera, unas piernas y de una minifalda que apenas le cubría las nalgas.

Después fue otra cosa muy diferente, mi estimado: nomás te adelanto que estuvimos más cerca que cuando llegamos al cine.

Aguántame, cabrón; ahorita te cuento...

Yo le insistí antes de entrar que mejor nos fuéramos a tomar unas copas, que la pinche película valía madres; que nosotros podíamos ser protagonistas de la nuestra, pero me pidió que la dejara ver un cacho para calentar motores.

Desde que llegó al cine se estuvo haciendo la interesante: como que esperaba a alguien que nunca llegó, dizque caminaba de un extremo al otro , hablaba por su celular como loca y volteaba cada rato hacia la puerta.

Pero luego que comenzamos a platicar, cuando se dio tinta de quién era yo, hasta el papel que estaba representado se le olvidó. Cómo me estaría echando los perros y cómo estaba de buena, maestro, que a partir de entonces me dije con total y absoluta seguridad: “Hoy cena Pancho, cómo chingados no...”

Durante la exhibición de la película nomás comía palomitas con mantequilla y se acomodaba el sostén. Hasta llegué a pensar que se trataba de un tic, me cae; pero cuando la abracé para agarrarle la teta derecha percibí que el sostén le quedaba corto.

Le desabroché la blusa y el brasier con una sola mano, y hasta entonces pude palpar dos senos que nomás me alebrestaban la reata; pero que por la forma como saltaron me habían estado gritando en silencio que los liberara.

Hasta se me hizo agua la boca, amigo, ya sabrás...

Cuando acabó la función nos metimos en el bar más cercano. Ella estaba aferrada en que algunas partes de la película estaban medio jaladas de los pelos; pero como no le puse atención y nomás pelé la mía (je je), me limité a repetir —sin dejar de acariciarle las piernas por debajo de la mesa— que eran detalles propios de ese tipo de cine.

Con algunas copas encima y en punto pedo, me salió más cabrona que bonita: luego de dar un manotazo en la mesa, me gritó que ya dejara de agarrarle las piernas y de darle el avión.

Para qué te cuento: ya estaba muy borracha y la gente volteó a vernos sacadísima de onda. Todo lo
buena que se veía en el cine, un par de horas después —ya con el pelo revuelto y el rímel corrido— tenía más bien aspecto de güila. Durante un buen rato, cerca de media hora, estuve viendo el reloj cada cinco minutos con ganas de irme de ahí.

Cuando la vi por primera vez, sólo hubo un detalle no me gustó de su arreglo personal: el tono casi fosforescente de las medias y de la bolsa... Como que estaba fuera de lugar en una mujer de su edad, y se lo dije en buen plan; pero me contestó a gritos que ya dejara de decir pendejadas.

—Pedirle a una dama que no use bolsa —me dijo a manera de conclusión—, es como decirle a un cabrón que no use calzones…

Imagínate lo ridículo de la escena: la gente nomás movía la cabeza y se me quedaba viendo, entre curiosa y tensa y divertida. Luego se hizo un silencio bien loco, mano, porque hasta quitaron la música. Te digo que las casualidades no existen: al principio me saqué de onda, pues yo no traía calzones; pero luego de constatar que ella tampoco usaba me valió una pura chingada y dos con sal.

Pues en menos tiempo de lo que te imaginas, llegaron unos agentes de seguridad a pedirnos que pagáramos la cuenta y nos fuéramos del bar. Luego de dar varias vueltas a la manzana del hotel fingiendo que buscaba una calle —para ver si se le bajaba el cuete y se animaba por fin a entrar—, me pidió dizque de la manera más atenta y por favor que la invitara a cenar unos tacos y que la llevara a su casa.

De pronto sentí que la vieja me había calentado los güevos y me había bajado la feria, pero desde que nos dirigimos a la taquería comencé a ver el lado amable de la situación. Entre una carcajada suya y otra mía como respuesta, de una forma didáctica, me contó chistes de varios colores y me explicó con ejemplos en qué consistía cada uno; y mientras se reía comenzó a soplarse una gama igualmente variada de pedos, que me hicieron reír todavía con más ganas.

Todavía pensé —ingenuo de mí— que el alcohol se le bajaría con la cena y acabaríamos yéndonos por fin al hotel, pero la comida le apretó más las tripas: sus chistes comenzaron a despedir un olor a mantequilla, pimiento, chile y cebolla cada vez más espeso. Para acabarla de amolar, la susodicha vivía al otro extremo de la ciudad y yo comencé a sentir el estómago revuelto.

Finalmente ya no supe ni a qué hora llegué a mi casa, pero todavía estaba oscuro. Apenas tuve tiempo de cerrar con el control remoto: abrí la puerta del auto, vomité en la cochera y me quedé dormido en el asiento hasta las once de la mañana.

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